El otro día tuve insomnio. No sabía qué hacer. Me levanté de la cama, me fui al salón y encendí la televisión a altas horas de la noche. La verdad, no se cómo será la pantalla pequeña durante el día, pero por la noche… ¡Madre mía! Tómbolas, teletienda, videoclips raros, películas porno de hace 20 años… Sí, sí, hay de todo.
Empecé a pasar los canales uno a uno, sin muchas esperanzas. De pronto, dejé de tocar los botones con rapidez. En la pantalla de la tele: Maria Luisa. Donde y en la comisaría, intentando demostrar que ella no era la asesina. De repente, viajé al sillón verde de nuestra antigua casa, a 1994. De frente, mi aitite Pedro, mi hermano y yo con Goenkale en la vieja televisión del salón.
En los últimos años de la serie quería que se acabara y así se lo hacía saber a mis amigas. Hace tres años, después de 3.707 capítulos, la serie terminó.
En vez de alegrarme, me trajo una nostalgia extraña. Goenkale llenó los atardeceres de mi infancia. María Luisa, Ainhoa, Margari, José Mari, los hermanos Lasa, Arralde y otros muchos fueron como parte de la familia durante años. Pero, además de eso, la serie se convirtió en una casa de actores vascos, en una fábrica de trabajadores audiovisuales que, además, llenó de referentes nuestras mentes.
Por eso, cuando el otro día volví a ver Goenkale, lo vi claro. Goenkale era necesario. Goenkale es necesario. Da igual qué nombre le demos, o qué historia contemos, pero necesitamos ficción vasca en televisión. Ahora.
Lara Izagirre para Ttap Aldizkaria (16-11-2018)